Un cuento del escritor suizo nacido en Lucerna en 1935.
Quiero contarles sobre un viejo, sobre un hombre que no
dice una sola palabra, que tiene un rostro cansado,
demasiado cansado como para sonreír, para enojarse. Vive
en un pueblito, al final de la calle o cerca del cruce. No vale
la pena describirlo, casi no se diferencia de los otros. Lleva
una gorra gris, pantalones grises, un saco gris y, en
invierno, un abrigo gris.
En el piso de arriba de la casa está su pieza; tal vez estuvo
casado y tuvo hijos, tal vez vivió antes en otra ciudad.
Seguro fue niño alguna vez, pero en un tiempo en que los
niños eran vestidos como adultos. Así se lo ve en el álbum
de fotos de la abuela. En su pieza hay dos sillas, una mesa,
una alfombra, una cama y un ropero. Sobre una mesita hay
diarios viejos y el álbum de fotos, en la pared cuelga un
espejo y un cuadro.
El viejo hacía un paseo por las mañanas y un paseo por la tarde, cambiaba unas pocas palabras con sus vecinos, y al anochecer se sentaba en su silla.
Eso no cambiaba nunca, también los domingos era así. Y cuando este hombre se sentaba junto a la mesa oía el tic- tac del reloj, siempre el tic-tac.
Entonces vino un día especial, un día de sol, no caluroso, no
demasiado frío, con cantos de pájaros, con personas
amables, con niños que jugaban. Y lo especial era que todo
eso al hombre, de repente, le gustó.
Pensó: “Ahora todo va a cambiar.” Desabrochó el primer
botón de la camisa, se quitó la gorra, apresuró el paso,
hasta balanceó las rodillas al andar. Llegó a su calle, saludó
con la cabeza a los niños, entró en su casa, subió la
escalera, sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta.
Pero en la pieza todo estaba igual, una mesa, dos sillas, una
cama. Y cuando se sentó oyó de nuevo el tic-tac, y toda la
alegría se le fue, pues nada había cambiado.
Le dio una enorme rabia.
En el espejo vio cómo su cara se ponía roja, vio cómo sus
párpados se apretaban; después sus manos se cerraron en
dos puños, las levantó y golpeó con ellas sobre la mesa,
primero un golpe, luego otro, mientras gritaba y gritaba:
“¡Tiene que cambiar, tiene que cambiar!
Y ya no oyó el tic-tac. Las manos le dolían, la voz le fallaba,
entonces volvió a oír el reloj, y nada cambiaba.
“Siempre la misma mesa”, dijo el hombre, “las mismas
sillas, la cama, el cuadro. Y a la mesa le digo mesa, al
cuadro le digo cuadro, la cama se llama cama, y a la silla se
le dice silla. ¿Pero por qué?” Los franceses llamalit a la
cama, a la mesatable; dicen al cuadrotableau y a la silla
chaise y se entienden. Y los chinos también se entienden.
“Por eso la cama no se llama cuadro”, pensó el hombre y
sonrió, después rió, rió hasta que el vecino golpeó en la
pared y gritó “¡silencio!”.
“Ahora va a cambiar” gritó él, y adelante dijo “cuadro” a la
cama.
“Tengo sueño, me voy al cuadro”, dijo, y a la mañana se
quedó un largo tiempo en el cuadro y pensó cómo llamaría
ahora a la silla, y la llamó “reloj”.
Se levantó, se vistió, se sentó en el reloj y apoyó las manos
en la mesa. Pero la mesa ya no se llamó mesa, se llamó
alfombra. Así, de mañana el hombre dejó el cuadro, se
vistió, se sentó junto a la alfombra, sobre el reloj y pensó
cómo llamaría a cada cosa.
La cama se llamó cuadro.
La mesa se llamó alfombra.
La silla se llamó reloj.
El diario se llamó cama.
El espejo se llamó silla.
El reloj se llamó álbum.
El ropero se llamó diario.
La alfombra se llamó ropero.
Al cuadro le dijo mesa y al álbum de fotos, espejo.
Entonces: de mañana el viejo se quedó más tiempo en el
cuadro, a las nueve sonó el álbum, el hombre se levantó y
se paró en el ropero para no tener frío en los pies, después
sacó su ropa del diario, se vistió, se miró en la silla de la
pared, se sentó en el reloj junto a la alfombra y hojeó el
espejo hasta que encontró la mesa de su madre.
Eso le pareció divertido y practicó todo el día y fijó las
nuevas palabras. Ahora todo tenía otro nombre: él ya no era
un hombre sino un pie, y el pie era una mañana y la
mañana un hombre.
Ahora podía seguir él solo con la historia. Y podría, como lo
hizo, cambiar también las otras palabras:
sonar quiere decir pararse,
tener frío quiere decir mirar,
acostarse, sonar,
sentarse, tener frío,
pararse, hojear.
De modo que: de hombre el viejo pie sonó largo tiempo en el cuadro, a las nueve se acostó el álbum, el pie tuvo frío y se hojeó en el ropero, para no mirar en las mañanas.
El viejo compró cuadernos azules y los llenó con las nuevas palabras, con lo cual tuvo mucho que hacer y se lo vio muy poco en la calle.
Cibregrafia
http://www.scribd.com/doc/6871049/Bichsel-Peter-Una-mesa-es-una-mesa
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